sábado, 1 de noviembre de 2014

El testigo de las ánimas benditas.

Hace mucho tiempo atrás; donde las calles de terracería y de piedra eran comunes; donde las casas de adobe con techo de teja era tan común. Cuya época era acompañado por los carruajes que llevaban caballos o mulas; donde la vestimenta era tan reservada como el pensamiento.

Era un 1 de noviembre, fecha especial para muchas familias guatemaltecas. Donde ir a tomar ponche de frutas, ingerir otro alimento tradicional de esa era, frente a la tumba de sus seres amados que ya habían partido a la eternidad. El frío de la fecha siempre ha sido muy tradicional y eso  hacía que los pobladores usarán los atuendos para no ser víctimas de una buena gripe.

 Desde muy temprano, el cementerio general vestía sus galas. Cada uno frente a su difunto ser querido conversaban en familia recordando las maravillas y vivencias de esa persona que ya no estaba entre sí. Las bebidas embriagantes de los pobladores siempre tenía que estar en medio del círculo de los integrantes y únicamente bebían los adultos o sólo los hombres.

La noche caía, y era tan común que el viento fuese más violento y frío después de las 6pm. El cementerio se iba vaciando en el transcurso del día. Poco a poco, los seres queridos difuntos, se iban quedando sólos. Las campanas de la iglesia daban anuncio que puntualizaban las 8pm y aún salía un hombre, quien era parte de los úlitmos vivientes en abandonar la necrópolis del pueblo. Se encaminó rumbo a su hogar, donde lo esperaban su señora esposa y cuatro hermosas hijas. Al llegar a casa, se da el gusto de cenar con su familia y la tradición familiar era degustar el paladar con alimentos nacionales.

El sueño era irreconciliable, el viento aumentaba su fuerza. Obligaba a las ramas a golpear los techados y a chocar las hojas entre sí. El hombre de la casa, salió al patio a ver si lograba observar la hora con la posición de la luna. Pero el cielo estaba nublado y acompañaba al viento para aterrorizar a todo viviente que no deseaba o podía dormir.

Después de un largo silencio de la naturaleza, a lo lejos escuchó el repicar de las campanas puntualizando las 11pm. Ya la intriga había desparecido de aquella alma que custodiaba la noche por no poder dormir. Minutos más tarde, decidió ir a descansar... De pronto, el aullido de los perros se alborota, entre enojos se quejaba cuando observa por la abertura entre la puerta y el suelo el resplandor de una luza que venía desde afuera; sabiendo que a esa hora las calles no están iluminadas, decide asomar vista entre la rendija de la puerta y la pared observa una procesión de personas con capuchas y batas blancas, quienes llevaban en sus manos una candela encendida. No desprendió la vista de la hendidura, hasta que el último caminante se dejará de observar. Lleno de curiosidad y temor, fue a reposar su cuerpo sobre su cómoda cama. Sin dejar de pensar en aquel momento y sin saber la hora se quedó dormido.

En plena mañana escucha la voz de su esposa, Juana, con tono asustada hablando con la vecina, Inés. Y resaltando la noticia que tres cuadras abajo había enloquecido un vecino. Pedro, lleno de curiosidad, se levanta y empieza a averiguar. Inés le asegura a Pedro y a Juana que las ánimas benditas son las culpables de aquel hombre que quedó loco. Pues, encontraro entre sus cosas un hueso. Mientras Pedro toma asiento, Inés les explica:

"Cada 1 de noviembre, las almas del purgatorio salen a las calles. A ojo humano parecen personas encapuchadas con bata blanca y llevan en sus manos una candela encendida. Si miran a una persona en la calle le entregan esa candela. A la mañana siguiente es un hueso y después enloquecen."

Pedro, espantado queda en un gran silencio y le expresa a su esposa Juana y a su vecina Inés, lo que había presenciado la noche anterior. Y de esta forma se convirtió en un testigo de aquella leyenda que recorre de generación en generación en las familias guatemlatecas.