La
conocí en el aeropuerto. Ella jalaba, de manera delicada, sus pertenencias.
Esperaba lo que aún registraban los oficiales de seguridad. Sigilosamente, me
acerqué. Tan sólo quería sentir su presencia, robar al viento su aroma. O sólo
robarle una mirada cuando se dispusiera a abandonar el lugar.
Su
caminar era en línea recta, sus rodillas se flexionaban sin mayor notoriedad.
Sus manos, tan delicadas que se veían, eran protegidos por unos guantes rosas y
combinaban con el vestuario que llevaba. Las gafas negras en su rostro impedían
apreciar sus ojos. Pero veía su sombra con una figura perfecta, que hipnotizaba
mi imaginación, me hacían seguir sus pasos.
Sé
que ella presintió mis pasos, giro a la izquierda, en busca de un restaurante.
Su cabeza giro levemente hacia la dirección que yo me encaminaba, fingí hablar
por celular; pues, no era entre mis planes que descubriera el interés que
despertó en mí.
Reposo
en el asiento que abrazaba la sombra. Pidió un trago (del fino, pude notar),
dos cubos de hielos hacían escurrir en aquel vaso la sed que sus labios
consumían lentamente el líquido. Intrigado a sus ojos, que aún eran ocultos por
las gafas, me llené de valentía (sin haber bebido alcohol). Pregunté su nombre
sin titubear, mis ojos fijos en sus labios, esperando una respuesta… ¡O un
silencio!
Me
negó su nombre; pero me ofreció el asiento que era acobijado por la claridad
del sol. Asumí el reto, posterior a doblar mis extremidades inferiores y
descargar mis nervios en el recostadero de la silla. Su pelo vuela con la
brisa; era como ver las nubes de oro en hilos atado a un sol. Los anteojos
negros deslizan suave y observo sus ojos que se van clavando al mío, y mi alma
tiembla por dentro.
Fueron
los mejores tragos que pude beber. Las mejores carcajadas que pude expresar. La
mejor conversación que pude entablar y mantener. Al
final, partimos hacia el mismo rumbo, hacia un mismo destino. Ella notó el
impacto que causo su ser en mí y yo aluciné la buena imagen de mi estúpida
embriaguez.
La
noche fue larga, tan larga que sus besos se contaban por milésima de segundo.
Vivía la noche más eterna de mi existencia, donde sus caricias marcaban mi
alma, donde su cuerpo dominaba mis sentidos.
Coexistí
en los mejores amaneceres a su lado; presenciando su mirada; besando su ser;
acariciando su alma. Ella, en mal estado, dirige su mirada a mis ojos y con
mucho esfuerzo, se dibuja la más hermosa silueta, inclusive, más hermosa que su
cintura. Fueron tantos días que me olvidé de cómo vivir sin ella.
Su
rostro pálido daban señales de algo extraño, inmediatamente la traslado a un
hospital. Segundos largos, minutos interminables, horas que eran días en sala
de espera. Entrar y salir de personas, visitas de familias y amigos; malas y
buenas noticias; llantos y alegrías. El doctor no se asomaba a mi presencia.
Se
llegó el tiempo, la persona que vestía de bata blanca me hace señas y me asomé. Noté una aflicción
desde antes que mencionara una palabra. Para no armar un escándalo me pide
prudencia y serenidad, susurra a mi oído con voz quebrantada… “su pareja al
parecer viajó a África…”
Sus
palabras me hicieron pensar lo que recientemente se ha hablado. Su hermosa
alma, su escultural figura, su delicada tez, su indefensa mirada, su sensual
sonrisa eran contaminadas por el ébola.
Mi
mente en blanco, sin pensar en algo… Me vienen tantos recuerdos de mi
existencia, desde antes de conocerla hasta cada día que amanecí a su lado, cada
día que sentí amarla en todo crepúsculo y alba con ella. Corrí hacia la
habitación donde se encontraba, el doctor me lo impidió diciéndome que era zona
restringida y muy peligrosa por el posible contagio del virus letal. En llanto
le confieso lo que habíamos compartido y supliqué que me internaran, mas no
hicieran esfuerzos por salvarme. Deseaba morir junto con ella.
Vi
su cuerpo en reposo, sin fuerzas, pálido, consumido. Su rostro voltea a mí y
toma mi mano. Sentí como el mundo se nos hizo pequeño cuando compartíamos cada
instante de amor desde aquel día en el aeropuerto. Ese momento que se negó a
decir su nombre, ese instante que no deseé cuestionar de dónde venía y que
jamás me interesó. Vi en su mirada mi pasado y mi presente; ignoré ver un
futuro, pues no deseaba vivirlo sin ella.
Beso
su dedo y lo colocó en mis labios, apretó mi mano y vi como su sonrisa se vuelve
a hacer presente. Sus ojos se fueron cerrando lentamente… Jamás dejé de
apreciar su rostro pálido, sus labios que una vez fueron rojizos ya los miraba
sin color.
Aislado
de la sociedad, lejos de todo ruido humano. Mis fuerzas se fueron yendo, el
virus avanzaba dentro de mi cuerpo y junto a Carolina, visualicé mi vida en el
más allá…
Después
sólo me convertí en una víctima más, como mi última amada, sólo un dato mortal
que el virus llamado “ébola” cobraba en este mundo que se fue contaminando.