sábado, 11 de octubre de 2014

El amor en los tiempos del ébola.



La conocí en el aeropuerto. Ella jalaba, de manera delicada, sus pertenencias. Esperaba lo que aún registraban los oficiales de seguridad. Sigilosamente, me acerqué. Tan sólo quería sentir su presencia, robar al viento su aroma. O sólo robarle una mirada cuando se dispusiera a abandonar el lugar.

Su caminar era en línea recta, sus rodillas se flexionaban sin mayor notoriedad. Sus manos, tan delicadas que se veían, eran protegidos por unos guantes rosas y combinaban con el vestuario que llevaba. Las gafas negras en su rostro impedían apreciar sus ojos. Pero veía su sombra con una figura perfecta, que hipnotizaba mi imaginación, me hacían seguir sus pasos.

Sé que ella presintió mis pasos, giro a la izquierda, en busca de un restaurante. Su cabeza giro levemente hacia la dirección que yo me encaminaba, fingí hablar por celular; pues, no era entre mis planes que descubriera el interés que despertó en mí.

Reposo en el asiento que abrazaba la sombra. Pidió un trago (del fino, pude notar), dos cubos de hielos hacían escurrir en aquel vaso la sed que sus labios consumían lentamente el líquido. Intrigado a sus ojos, que aún eran ocultos por las gafas, me llené de valentía (sin haber bebido alcohol). Pregunté su nombre sin titubear, mis ojos fijos en sus labios, esperando una respuesta… ¡O un silencio!

Me negó su nombre; pero me ofreció el asiento que era acobijado por la claridad del sol. Asumí el reto, posterior a doblar mis extremidades inferiores y descargar mis nervios en el recostadero de la silla. Su pelo vuela con la brisa; era como ver las nubes de oro en hilos atado a un sol. Los anteojos negros deslizan suave y observo sus ojos que se van clavando al mío, y mi alma tiembla por dentro.

Fueron los mejores tragos que pude beber. Las mejores carcajadas que pude expresar. La mejor conversación que pude entablar y mantener. Al final, partimos hacia el mismo rumbo, hacia un mismo destino. Ella notó el impacto que causo su ser en mí y yo aluciné la buena imagen de mi estúpida embriaguez.
 
La noche fue larga, tan larga que sus besos se contaban por milésima de segundo. Vivía la noche más eterna de mi existencia, donde sus caricias marcaban mi alma, donde su cuerpo dominaba mis sentidos.

Coexistí en los mejores amaneceres a su lado; presenciando su mirada; besando su ser; acariciando su alma. Ella, en mal estado, dirige su mirada a mis ojos y con mucho esfuerzo, se dibuja la más hermosa silueta, inclusive, más hermosa que su cintura. Fueron tantos días que me olvidé de cómo vivir sin ella.

Su rostro pálido daban señales de algo extraño, inmediatamente la traslado a un hospital. Segundos largos, minutos interminables, horas que eran días en sala de espera. Entrar y salir de personas, visitas de familias y amigos; malas y buenas noticias; llantos y alegrías. El doctor no se asomaba a mi presencia.

Se llegó el tiempo, la persona que vestía de bata blanca  me hace señas y me asomé. Noté una aflicción desde antes que mencionara una palabra. Para no armar un escándalo me pide prudencia y serenidad, susurra a mi oído con voz quebrantada… “su pareja al parecer viajó a África…”

Sus palabras me hicieron pensar lo que recientemente se ha hablado. Su hermosa alma, su escultural figura, su delicada tez, su indefensa mirada, su sensual sonrisa eran contaminadas por el ébola. 

Mi mente en blanco, sin pensar en algo… Me vienen tantos recuerdos de mi existencia, desde antes de conocerla hasta cada día que amanecí a su lado, cada día que sentí amarla en todo crepúsculo y alba con ella. Corrí hacia la habitación donde se encontraba, el doctor me lo impidió diciéndome que era zona restringida y muy peligrosa por el posible contagio del virus letal. En llanto le confieso lo que habíamos compartido y supliqué que me internaran, mas no hicieran esfuerzos por salvarme. Deseaba morir junto con ella.

Vi su cuerpo en reposo, sin fuerzas, pálido, consumido. Su rostro voltea a mí y toma mi mano. Sentí como el mundo se nos hizo pequeño cuando compartíamos cada instante de amor desde aquel día en el aeropuerto. Ese momento que se negó a decir su nombre, ese instante que no deseé cuestionar de dónde venía y que jamás me interesó. Vi en su mirada mi pasado y mi presente; ignoré ver un futuro, pues no deseaba vivirlo sin ella. 

Beso su dedo y lo colocó en mis labios, apretó mi mano y vi como su sonrisa se vuelve a hacer presente. Sus ojos se fueron cerrando lentamente… Jamás dejé de apreciar su rostro pálido, sus labios que una vez fueron rojizos ya los miraba sin color. 

Aislado de la sociedad, lejos de todo ruido humano. Mis fuerzas se fueron yendo, el virus avanzaba dentro de mi cuerpo y junto a Carolina, visualicé mi vida en el más allá…


Después sólo me convertí en una víctima más, como mi última amada, sólo un dato mortal que el virus llamado “ébola” cobraba en este mundo que se fue contaminando.

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